La amistad del hombre con Dios
De Antonio Pérez Sobrino
A raíz de la cuestión sobre quién o qué sea Dios, surge la pregunta fundamental que cabe plantearse: «¿Quién o qué soy yo?» Para que una relación significativa entre Dios y el hombre sea posible, es necesario responder a esta pregunta. «... El que sea una relación mecánica, determinista o personal -que es infinitamente más maravillosa, dice Francis Schaeffer-, dependerá de la respuesta a la pregunta: «¿Quién es ese Dios que está ahí?, y ¿quién soy yo?»
He aquí la cuestión primordial: ¿es posible cultivar una relación de amistad con Dios? ¿En qué términos? Esta relación tiene un significado muy especial para el hombre, ya que Él es Señor y Maestro. A nosotros nos corresponde obedecerle y seguirle. Él es perfecto. Él habita en un plano superior. Nosotros no podemos salvar la distancia que media entre su infinitud y nuestra pequeñez, entre la perfección y la imperfección, entre la santidad y el pecado.
Como señala el teólogo y escritor J. I. Packer (1926-2020):
«El espíritu de la religión del Antiguo Testamento rebosa con el pensamiento de la santidad de Dios. El hincapié constante es que los seres humanos, debido a su debilidad y su contaminación como criaturas pecadoras, deben aprender a humillarse y ser reverentes ante Dios. La religión era «el temor del Señor», una cuestión de conocer la propia pequeñez, de confesar las faltas y humillarse en la presencia de Dios, de cobijarse agradecidos bajo sus promesas de misericordia, y cuidar sobre todas las cosas caer en pecados de orgullo. Una y otra vez, se enfatiza que debemos mantener nuestro lugar y distancia en la presencia de un Dios santo. Este énfasis eclipsa todo lo demás».
Pero en el Nuevo Testamento los creyentes se relacionan con Dios como Padre. Los cristianos son sus hijos e hijas, sus herederos. El acento del Nuevo Testamento no es la dificultad y el peligro de acercarse a un Dios santo, sino la audacia y la confianza con que los creyentes pueden hacerlo: una audacia que surge de la fe en Cristo, y del conocimiento de su obra salvífica.14
- JI Packer, Conociendo a Dios , Inter Varsity Press, Downers Grove, Illinois, 1973; El conocimiento del Dios Santo , Editorial Vida. 2006.
«En quien tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él» (Efesios 3:12). «Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió... acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe» (Hebreos 10:19-22). Para los que son de Cristo, el Dios santo es un Padre amoroso; pertenecen a su familia; pueden acercarse a Él sin temor y estar siempre seguros de su preocupación y su cuidado paternal. Este es el núcleo del Nuevo Testamento. «El don supremo del amor de Dios es el de la filiación». Y la filiación hace posible una amistad con Dios Padre gracias al privilegio de ser sus hijos por adopción.
Tal vez al hombre de mentalidad profana pueda parecer altiva impertinencia o arrogante presunción tratar de entablar una relación amistosa con el Dios santo e infinito, Creador y Señor del universo y de todo cuanto existe, pero es Él mismo quien nos invita y toma la iniciativa luego de allanar el terreno y habernos adoptado en su familia para poder disfrutar como hijos el gran privilegio de estar en su compañía.
La posibilidad de cultivar una amistad con Dios no depende de la iniciativa humana, es Dios mismo quien reclama nuestra amistad, gracias a la obra que Él ha llevado a cabo entregando a su Hijo para rescatarnos, por lo que es legítimo aspirar a ser «amigos suyos», aunque, ciertamente, ha de darse una correspondencia para que esta relación sea viable.
Uno de los momentos culminantes del Nuevo Testamento es la intimidad que Jesús tiene con sus discípulos en el aposento alto, lugar donde celebra con ellos la Última Cena. En ese cenáculo les abre su corazón y les confiesa cuánto ha anhelado celebrar con ellos ese momento. «Y les dijo: ¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca!» (Lucas 22:15). Y les anuncia que esos instantes son un anticipo del banquete que celebrará con ellos en el reino de los cielos.
Por eso les manda que recuerden esos instantes impartiéndoles el pan y el vino en memoria de la inmolación de su cuerpo, su vida, su carne y su sangre por la remisión de pecados (los de todo el mundo), para participar con Él de la mesa celestial. Les revela su vivo deseo de intimidad y de comunión con ellos antes de padecer y partir de este mundo, hasta que todo se cumpla de manera plena en el reino de los cielos. «...ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios». ¿No es esta una declaración de inclusión filial? Si aceptamos por fe la obra que Él ha llevado a cabo en favor de nuestra expiación, Jesús nos considera sus hermanos. Tenemos el mismo Padre y el mismo Dios. Formamos parte de su familia.
Ahora bien, resulta que somos sus criaturas y llevamos impresa su semejanza en la naturaleza que hemos recibido. Pero también, para conocer a Dios es necesario ser de alguna manera semejantes a Él por lo que concierne al carácter, ya que los que no se asemejan en nada es imposible que tengan comunión unos con otros. Por tanto, es necesario aprovechar los recursos de la gracia para armonizar nuestro carácter con el carácter divino.
Como ocurre con toda relación, caben distintos grados o niveles de acercamiento, desde la mera formalidad hasta la intimidad más honda. Como insinuamos antes, hay amistades muy frágiles, fáciles de quebrar, y amistades que después de haber sido severamente probadas son difíciles de romper.
La amistad verdadera no exige una igualdad absoluta entre los amigos. Basta con que sus personalidades tengan algún punto de contacto, con detectar algún tipo de afinidad. Esa afinidad se basa en el hecho de que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y una vez regenerado, es sometido a una transformación radical de su ser interior para conformarse a la imagen de Cristo que dio su vida por él y ahora habita en él, recuperando así lo que se había perdido por culpa del pecado. Por eso es posible la amistad de Dios con el hombre. Entre el Dios infinito y el hombre renacido, justificado y redimido.
Dios tiene ciertos atributos que no puede compartir con sus criaturas: su infinitud, eternidad, soberanía, etc., pero tiene otros que sí comparte con sus redimidos: inteligencia, amor, bondad, santidad, fidelidad... Dios es perfecto, el hombre no. En realidad, éste se ve impedido por una serie de escollos (en resumidas cuentas, su disposición al pecado) que obstaculizan su intento de acercamiento. Mas cuando éstos se eliminan o se esquivan, puede surgir una amistad maravillosa entre la criatura y su Creador, pero no sin reconocer dichos obstáculos y atenerse a lo establecido en la Palabra de Dios, a saber, con disciplina, obediencia, oración, desapego del mundo y fe en las verdades reveladas.
Como bien señala Tozer (1897-1963), cuanto más simple es una vida, más avanza en su amistad con Dios. Las formalidades son innecesarias cuando dos amigos se sientan a conversar. Los verdaderos amigos confían el uno en el otro. El verdadero amigo de Dios puede guardar silencio en su presencia por un espacio prolongado de tiempo. Donde hay plena confianza, sobran las palabras. El corazón que adora puede mantenerse en quietud y guardar silencio ante Dios. El privilegio más grande que le ha sido concedido al hombre es ser admitido en el círculo de amigos íntimos de Dios. Si no hay nada en los cielos ni en la tierra que nos aparte del amor de Dios, no debe haber nada en la tierra que nos aparte de su amistad.15
- AW Tozer, Ese increíble cristiano , Editorial Alianza, Harrisburg, PA, EE.UU., 1979.
La amistad es una de las principales fuentes de aceptación en la que beben los individuos. Uno de los pilares fundamentales de la amistad es saber escuchar al amigo, sentirse comprendido por él y ofrecer otro tanto a cambio. Dos buenos amigos se estiman, se suplen aceptación mutua. La amistad se retroalimenta recíprocamente. Todos tenemos necesidad de ser conocidos y comprendidos a fondo. Y dado que el único que nos conoce es Dios, Él puede ser sin duda nuestro mejor amigo. Pero tiene que haber correspondencia, ya que la amistad funciona en sentido recíproco, ya que dos no pueden caminar juntos si uno no quiere.
Pero para ser amigo de Dios es menester pensar como Él, es decir, estar dispuesto a cambiar, tratar de asemejarse a Él gracias a la transformación que le permitamos efectuar en nuestra persona, ya que Él es un caballero y en modo alguno desea violar la libertad sagrada que nos ha otorgado. Además es inmutable, santo y perfecto y no puede abandonar estos atributos. De modo que para acercarse a Él es necesario practicar una disciplina que podríamos designar semejanza de aproximación.
A través de la historia del cristianismo, muchos santos preclaros cultivaron una relación íntima con Dios. Dedicaron sus vidas a indagar y experimentar esta posibilidad. Se dieron cuenta de que podían practicar dos clases de plegaria:
a) los tiempos señalados para la oración,
y b) la constante elevación de los ojos a Dios mientras realizaban sus tareas y rutinas cotidianas. Esta opción es posible porque una vez que ha sido removida la culpa, no hay barrera ni obstáculo que nos separe de Dios, y estamos en condición de conversar con Él libremente. Por eso san Pablo nos insta a orar sin cesar.
Realmente, este es el mensaje central del Evangelio de Cristo y de toda la Biblia, a saber, Jesucristo vino a este mundo para restaurar la relación de Dios con el hombre y reconciliarse con todas las cosas. «Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten..., por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos...» (Colosenses 1:17-20). «Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia... Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto» (Colosenses 3:13-14).